Nunca me respondía al saludo. Se trata de una vecina del entresuelo. Acostumbramos a coincidir cuando ella baja o sube las escaleras y yo salgo o entro en el ascensor. Un día, molesto por su altivez y continuos desplantes, le espeté un “¡Buenos días, eh!” en voz alta y con retintín. Ni por esas... Me miró como si me perdonase la vida. El conserje, testigo de esta escena, sonrió con sorna y me dijo:
- No hay na que hazé. Ezta zeñora no zaluda a nadie.
Sus palabras me quitaron un peso de encima porque, por lo visto, no se trataba de nada personal... Dándole vueltas al asunto estuve en un tris de ignorarla a partir de la constatación de que era un caso perdido pero, obstinado para según qué asuntos, decidí cambiar de estrategia: a partir de ya la seguiría saludando con buen tono y el regalo añadido de la mejor de mis sonrisas. Siguió sin saludarme al principio, aunque su mirada huidiza mostraba estupor, hasta que un día - ¡albricias! - me respondió con voz casi imperceptible, luego lo hizo de forma más natural y se puede decir que desde hace tiempo se han impuesto la naturalidad y los buenos modos. El conserje, testigo y observador cotilla de esta metamorfosis, me manifestó:
- Zi no lo veo, no lo creo. ¡Jozú...qué mujé!
P.D.:Esta entrada me la han sugerido estas sabias y realistas palabras de Joselu (Profesor de la Secundaria):"yo cada día que me levanto intento edificar algo que valga la pena a nivel microscópico. No aspiro a cambiar nada que esté fuera de mí"